LOS NUEVOS COMIENZOS Y LA EDUCACIÓN, REFLEXIONES DESDE EL CONFINAMIENTO

    La educación hacia el futuro


Después de no haber parado de llover noche y día, a torrentes, durante 10 años en Macondo, Gabriel García Márquez nos cuenta en Cien años de soledad:

Los sobrevivientes de la catástrofe, los mismos que vivían en Macondo antes de que fuera sacudido por el huracán de la compañía bananera, estaban sentados en mitad de la calle gozando de los primeros soles. Todavía conservaban en la piel el verde de alga y  el olor de rincón que les imprimió la lluvia, pero en el fondo de  sus corazones parecían satisfechos de haber recuperado el pueblo en el que nacieron. La calle de los turcos era otra vez la de antes,  la de los tiempos en que los árabes de pantuflas y argollas en las orejas que recorrían el mundo cambiando guacamayas por chuche- rías, hallaron en macondo un buen recodo para descansar de su milenaria condición de trashumantes [...]. Era tan asombrosa su fortaleza de ánimo frente a los escombros de las mesas de juego, los puestos de fritangas, las casetas de tiro al blanco y el callejón donde se interpretaban los sueños y se adivinaba el porvenir, que Aureliano segundo les preguntó con su informalidad habitual de qué recursos misteriosos se habían valido para no naufragar en la tormenta, cómo diablos habían hecho para no ahogarse, y uno tras otro, de puerta en puerta, le devolvieron una sonrisa ladina y una mirada de ensueño, y todos le dijeron sin ponerse de acuerdo la misma respuesta: Nadando.

    ¿Cómo será el a después de covid-19? ¿Morirá el capitalismo como lo predice Zizek o se normalizará el Estado de excepción de Agamben? ¿Aparecerá con fuerza una sociedad hipervigilada y controlada debido a la apropiación de nuestros datos como lo predice Byung Chul-Han? ¿Continuará y mejorará el performance de la bio-política de Foucault y se acentuará la necropolítica de Achille Mbembe, porque el poder decide quienes mueren o se salvan? ¿O seguiremos en la expansión de las discriminaciones y los racismos que descubre Expósito debido a la relación estrecha del munus de la comunidad e inmunidad?

    ¿Cuál es nuestra certeza del mañana, cuando nadie puede imaginar lo que pasará la próxima semana? ¿Qué tanto sabemos del futuro cuando los dioses nos han abandonado y sólo quedamos nosotros, desnudos, frágiles, con el mie- do a morir, sobre el que nunca antes pensamos, aunque lo sabíamos desde el momento de nacer, que sólo experimentamos en los otros y nunca en nosotros mismos? Cargando nuestros muertos sin tiempo para llorarlos, ni para hablar de ellos porque son tragados por las cifras en tiempos de supervivencia mundial. Muertos invisibles en las casas y visibles en las calles por los videos de los celulares de los pobres, con su pobreza a cuestas desde mucho antes, acentuada por el neoliberalismo y convertida en miseria por la pandemia; gobernados por el vacío del Estado que no tiene más que la mentira y el autoritarismo; rodeados de políticos que se ponen la máscara de la falsa preocupación, a fin de esconder sus miserables y criminales intereses.

    Cien  años  de  soledad  nos  recuerda  que  venimos  de millones  de  batallas,  que  no  somos  más  que  sobrevivientes,  y  aunque  la  incertidumbre  sea  el  nombre  del  futuro, hemos aprendido a vivir, aunque tengamos algún salario, en el a a a del pueblo pobre y digno. Estamos seguros de  que  la  vida  continuará,  no  porque  lo  leímos,  sino  por nuestros  viejos,  amores,  amantes,  hijos,  amigos  y  amigas son sus testigos contra el evangelio de la perdición que ha escrito Occidente, el Norte y el capitalismo; por la historia que nos contaron y que existe más allá de las bibliotecas; por la cultura que no está encerrada en los museos, y por la educación que está más allá de las escuelas. Por todo esto podemos decir a los empresarios que no hay economía sin vida, pues la muerte no se negocia y la vida no es una mercancía;  que  no  hay  política  sin  vida,  pues  de  ser  así,  sólo tendríamos pequeños gestores de la maldad y principiantes de dictadores; que no hay educación sin vida, porque no se trata de saber más, sino de vivir con, vivir para, y no única- mente vivir. Que la vida es lo más importante, admitiendo que la muerte es esa parte de la vida que sólo puede llegar porque luchamos por ella y la celebramos, y fuera de este imperativo, sólo irrumpe la vergüenza y la deshonra que se ha alcanzado, por ejemplo, con Guayaquil, el nuevo Kosovo del  siglo  xxi,  que  provoca  que  la  santa  rabia  remplace  el miedo contra los que no se hicieron cargo de su responsabilidad y se exculpan en la mentira.

    El Sein zum Tode de Heidegger se hizo trizas cuando se rompió el sueño de una Unión Europea o de una América en Latinoamérica, por esa derecha inmoral que nos gobierna mundialmente. Ya no morimos de manera consciente en el existente ontológico, si bien el virus no discrimina, la mayoría de los que mueren son los viejos, los pobres, los negros, los migrantes, que nos recuerdan que el confinamiento es un privilegio. Aun así, se muere en una doble soledad: la de la muerte misma, porque morimos solos, y la del confinamiento, porque los cadáveres rompen el cuadro de cualquier estética, ni siquiera son contados; ya no se muere “antes de tiempo”, como lo denunciara Bartolomé de Las Casas, se muere fuera del tiempo y dentro de la ciudad, en los hogares, las tiendas, los cuartos, las calles, sin aviso, sin rituales, sin abrazos y sin lágrimas. El “ser para la muer- te” sigue siendo “una buena noticia para el asesino”, como Trump y Bolsonaro, tal como lo pensó Levinas. “La muerte es la no respuesta”, decía él, en la que sobran las palabras y los consuelos; luego, sólo queda suspendida la pregunta del por qué en un hilo muy fino, mientras “el ángel de la historia” de Walter Benjamín, mirando hacia la destrucción del pasado, es empujado hacia el futuro apocalíptico si no nos atrevemos a hacer las preguntas insoslayables a partir de la vida y por el buen vivir de la naturaleza, y de todos y todas. A pesar de todo, la vida únicamente existe como duración; es decir, no es un instante, no es el pasado, no es un mero recuerdo o sólo pesadillas. Bergson, en Memoria y vida, decía que “el universo dura. Cuanto más profundicemos en la naturaleza del tiempo, tanto más comprenderemos que duración significa invención, creación de formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo”. Lo que dura no es lo que se conserva, porque si la vida se guarda se pudre o se vuelve fría como el dinero; tampoco la duración es lo que se copia, ella se reproduce, se reinventa y da lugar a lo nuevo.

    En este marco me gustaría preguntar ¿cuáles son los nuevos comienzos para una educación que es la garantía, como decía Hannah Arendt, de “la continuación del mundo”? Una vacuna es imprescindible; la necesidad de tener sistemas  de  salud  públicos  de  calidad,  incontestable,  así como  un  nuevo  sistema  de  salud  mundial  para  prevenir futuras  pandemias.  También  es  indispensable  un  sistema económico  que  no  mercantilice  lo  común  y  lo  público,  y dé apertura a la vida; que mida el crecimiento en términos de protección a la naturaleza y a los más vulnerables; que proponga la felicidad como un indicador mundial, y que no confunda felicidad con el goce del consumo; que rompa con ese desequilibrio mortal y escandaloso de aquel 1 por ciento que es dueño de 80 por ciento de la riqueza mundial y deja a más de 50 por ciento sin nada, mientras que el otro 49 se reparte 20 por ciento de la riqueza y defiende la injusticia asesina de ese 1 por ciento. Se necesitan gobiernos que no destruyan la naturaleza como condición para el desarrollo, porque  nos  hunde  en  el  subdesarrollo  mental  y  nos  condena a la muerte; una política que no construya fronteras, abierta al otro, consciente de que si se hacen guerras, recibirá desplazados, y que si explota y coloniza en otros lugares, estará cercada de migrantes; que sea consciente de que toda acción hacia afuera repercute adentro. Y sobre todo, es imprescindible un sistema de educación que dé lugar para construir los nuevos comienzos, que se hagan cargo de lo peor y de lo mejor.

    Sólo en la educación podemos crear nuevos comienzos que permitan la duración de la vida, porque la educación no es un asunto de magia o de poder. Se necesita dinero para educar, pero no sólo eso. No por tener dinero se es más educado, ni por tener poder se puede conocer más. La educación requiere trabajo, pasión, dedicación y compromiso.

    Un burócrata es un insulto para la educación, un pragmático es un hipócrita educativo. La educación de los nuevos comienzos es la de los comprometidos con la humanidad, de los enamorados de la vida, de los y las que sueñan con otros mundos, de los subalternos e insubordinados. Cada vez que se educa una niña, un niño o un adolescente, estamos rompiendo con el fatalismo de los aristócratas, distorsionamos las cifras de los economistas, y evitamos la tentación autoritaria de los poderosos. La educción es un no al destino, por eso compartimos el principio de educabilidad de Meirieu: “todo ser humano es educable”, y sin ninguna duda afirmamos que no habrá un nuevo comienzo sin que la educación sea un derecho humano, un bien público y un deber del Estado.

    ¿De qué dependen los comienzos de la educación? Los sistemas educativos nacionales suelen ser tan mediocres como sus gobernantes y directivos, y tan buenos como sus maestros y estudiantes. Los comienzos se gestan desde abajo, con ideas, fuerza, sueños, sacrificio y entrega. Siempre es bueno que haya una autoridad que empuje, pero lo importante nunca estará allí.

No hay comienzos sin rupturas. Un buen comienzo es romper con el matrimonio entre capitalismo y educación, pues de lo contrario nos lleva a decir, de manera casi in- consciente, que la educación no puede parar. ¿Por qué no puede parar? ¿Acaso tenemos que hacer creer a los niños y las niñas que afuera pasa nada, no nos damos cuenta de que tienen tanto miedo como nosotros? ¿Por qué repetir la per- versión entre realidad y fantasía que retrata el film La vida es bella? Romper con este sistema es parar la vulgaridad del discurso del emprendedor como gran invención del capitalismo tardío, que camina hacia la destrucción del planeta y, por consiguiente, de todo lo que llamamos humano. La aceleración del capitalismo es nuestra aceleración. Vivimos dentro de un sistema que nos hace sentir culpables de no producir, aun en el confinamiento y donde pensar se volvió una pérdida de tiempo.

 Un buen comienzo es reconciliarnos con la lógica de lo viviente. Sólo nos acordamos de la existencia de la naturaleza cuando ella nos demuestra su capacidad de destruir- nos, como ahora, con un virus que todavía los científicos no se ponen de acuerdo si está vivo o no. Charles S. Cockell, astrobiólogo de la Universidad de Edimburgo, dice: “no importa si el virus está vivo o no y que no nos pongamos de acuerdo, lo relevante es conocer su biología, como interactúa y como lo podemos vencer”. Indudablemente, la noción de vida siempre ha sido un problema; mientras la vida sólo era atribuible a un cierto grupo, los animales, los llamados salvajes y la naturaleza debían estar a su servicio.

Llama la atención que ahora que nos sentimos amenazados por ella, invitemos a la guerra en contra de la naturaleza a la que hemos destrozado. Sobre todo, debemos advertir que su capacidad de destrucción está por encima de cualquier gobierno. Se trata de un enemigo más devastador que el de las guerras convencionales. Hasta la Segunda Guerra Mundial los enemigos eran los países, los Estados; desde  2001,  fueron  los  terroristas  que  sólo  podían  estar en el mundo árabe. Ahora, “nuestro adversario” es global e  impredecible.  Los  enemigos  de  nuestra  civilización  fueron decididos por países colonizadores y saqueadores, y no por las religiones, como lo quiso hacer parecer Huntington. Hoy, la lucha es contra un oponente que forma parte de la lógica viviente, como lo señala la filósofa francesa Claire Marin, porque nuestros cuerpos están marcados por los es- tragos de los virus y nos recuerdan nuestro origen animal, y aunque encontremos —ojalá pronto— una vacuna, tendremos que aprender a vivir con él, con ellos, porque los virus nunca desparecen.

 ¿Luego, estamos en una guerra o en momento inédito? En la guerra siempre hemos vivido. No son pocos los discursos invitando a hacer una guerra contra la pobreza o el analfabetismo. Salir de la guerra y aprovechar este tiempo inédito es hacer girar la educación. Sería un error para cualquier sistema educativo seguir formando estudiantes competitivos y exitosos para un modelo de desarrollo que enriquece a unos pocos, empobrece a la mayoría y a todos nos embrutece; que desarrolla nuestra inteligencia, pero que humanamente nos hace miserables; que pretende dominar la naturaleza, cuando en realidad nos encierra en nuestra casa y en un tipo de vida estresante, en ambientes contaminados, en delirantes ritmos de consumo y en la soledad de nuestras vidas, mientras la naturaleza hace implosión, ahora con sus límites desconocidos para la ciencia e inadvertidos para el planeta, y pronto en el ya previsible y no escuchado escenario del cambio climático; que forma individuos en la lógica letal y ridícula del neoliberalismo; que es abrazado por nacionalismos decimonónicos dentro del gran olvido ontológico de la interdependencia de la especie, la sociedad y el individuo; que continúa en la disciplina porque califica a la transdisciplina como un asunto de pedagogos mediocres; que inventa la fantasía de una inteligencia fuera de lo humano, porque cree que existen tecnologías libres e inteligentes; que no rompe con la creencia en una ciencia sin deseos y sin estar inscrita en una visión del mundo, y que sigue apostando por las ciencias sin filosofía. El individuo no es autónomo; la sociedad no es omnipotente; el Estado no es un Leviatán que debe destruir la naturaleza; la ciencia es una forma de conocimiento entre otras, y el mercado no es la solución central de una sociedad. Tenemos que defender la vida dentro de la lógica de lo viviente. Por último, un nuevo comienzo implica profanar lo in- evitable. La máscara de lo inevitable la tiene el capitalismo; el desarrollo occidental, la educación en las matemáticas y el inglés; un igual modelo de universidad para el planeta; la globalización del mercado y su estética repetida en nuestro barroco moderno; los migrantes muriéndose en las pateras que navegan en el Mediterráneo, en Calais, Lampedusa, Lesbos, en las fronteras de Estados Unidos-México, España-Melilla, Israel-Palestina, Turquía-Grecia-Siria; la escandalosa desigualdad y pobreza; la aceleración ebria; la inteligencia artificial como la oportunidad de nuevas subjetividades.

La covid-19 ha logrado la profanación de lo inevitable, nos coloca a todos y todas en el momento de lo posible. El filósofo italiano Franco Bifo Berardi escribe en los cuadernos de la peste: “lo que no ha podido hacer la voluntad política, podría hacerlo la potencia mutágena del virus. Pero esa fi- gura debe prepararse imaginando lo posible, ahora que lo impredecible ha desgarrado el lienzo de lo inevitable.

 


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