LA IMPORTANCIA DE LA GESTIÓN UNIVERSITARIA EN LOS PROCESOS DE TRANSFORMACIÓN


Atrapados en lo impensable

         En las universidades hablamos de la política, lo mismo que en nuestras sociedades, también tenemos discusiones académicas matizadas por nuestras visiones, formaciones e intereses-relaciones de poder; y casi nunca discutimos sobre la gestión, solo la padecemos. La política es tan apasionante o más apasionante que el deporte, sobre todo en nuestras sociedades latinoamericanas. Hablamos de la política dentro de los parámetros actuales, es decir, no desde la utopía sino de aquello que nos toca aceptar simplemente porque no tenemos más, se resume entre lo malo y lo menos malo, o entre lo peor y lo inaceptable. Ya no vemos más allá de lo real. Pareciera que lo real se tragó los sueños, es como si lo imaginario se perdiera, y ahora tenemos la obligación de aceptar las reglas y las realidades tal como se nos presentan, al desnudo, de manera cruda. Dentro de este panorama la gestión emerge sin reflexión, como algo dado, necesario, indispensable, impensable, sobre lo cual no tenemos nada que discutir.

 

La gestión no se reflexiona, simplemente podemos pedir que se agilice más, que seamos más eficientes, que logremos mejorar la calidad del gasto. Podemos proponer direcciones de seguimiento, grupos de gestión, o tener directores autoritarios para hacer que las cosas sucedan. El problema de no discutir la gestión nos obliga a mirar lo que hacemos entre los fines y los medios. Los fines pueden ser bastante claros, incluso pueden ser cualquier cosa, los medios suelen ser estandarizados y están al servicio de los fines. En un mundo pragmático, los medios son indispensables, están incluso por encima de los fines.

 

El Capitalismo, a pesar de la crisis, nos ha colocado en fines inevitables, trágicos, imposibles de cambiar, paradójicamente habitamos en sociedades del cambio. Por lo tanto, las sociedades se definen a partir de los medios, luego, los fines en sí mismos no importan.


En el mundo de lo inevitable los fines son el cumplimiento y no el sueño. Así, los medios están ahí, se requieren para llegar a fines ya pre- definidos. Entonces, el actual problema no es que los fines justifiquen los medios, sino que los medios justifican los fines. Así como el medio es el mensaje, las normas, la institucionalidad es lo que justifica la existencia de un programa, sus resultados, pues las finalidades no se discuten y en el fondo son trágicas.


Ahora lo más revolucionario es hablar de la gestión, hasta este punto han logrado arrinconarnos dentro de un supuesto horizonte de libertad propuesto por el Neoliberalismo y la Filosofía Liberal; incluso los gobiernos más reformistas nos obligaron a discutir solo de métodos y metodologías. En consecuencia, las palabras mágicas son la eficacia, la eficiencia y la calidad, nadie habla de la transformación social. El pragmatismo logró colocar a la gestión en el centro cuando ya no podemos discutir sobre lo fundamental. El camino no son los medios, no es porque sabemos cómo llegar, que vamos a llegar. El destino final no está en discusión, tampoco ha quedado en discusión la manera de llegar. Cuando aprendemos la instrumentalidad sacralizamos las finalidades. Nos interesa más ser efectivos en un mundo que busca su propia auto-justificación.

 

La opción no es entre buenos fines y medios buenos, para solucionar la ambigüedad entre fines buenos y malos medios, o fines malos y medios buenos. Los medios no se discuten, ese es un problema; sin embargo, la dificultad mayor es cuando los medios se convirtieron en los fines, simplemente porque estos ya no hacen parte de la discusión. Los fines son indiscutibles, los medios son ahora la discusión, por eso nos interesan los estudios de impacto, la calidad, la eficacia y la eficiencia. La instrumentalidad ocupó el puesto de la justicia y la bondad.


La gestión se instala en la Ley, ¿Qué significa  tal  paternidad?  ¿Cómo  se  manifiesta?

¿Qué reproduce la Ley en el ámbito de la gestión?

 

2.       La actualidad de Antígona

 

Los dilemas del cumplimiento de la Ley de Antígona

 

Antígona de Sófocles tiene algunos aspectos importantes en los tiempos en los que la Ley se ha convertido en el centro de la política. Una de las primeras preguntas es ¿qué prohíbe la Ley? y ¿qué no puede prohibir la Ley? No se trata de discutir sobre su existencia o inexistencia, lo que nos interesa es hasta dónde pueda llegar:

 

Ismene (la hermana de Antígona): pero de verdad piensas darle sepultura, a pesar de que se haya prohibido a toda la ciudad?

Antígona: Una cosa es cierta, es mi hermano y el tuyo, quiéralo o no. Nadie me acusará de traición por haberlo abandonado.

Ismene: Desgraciada, a pesar de la prohibición de Creonte?

Antígona: No tiene ningún derecho a privarme de los míos.

 

Para Antígona, la ley que legisla sobre la vida y la muerte no puede prohibir que ella sepulte y llore la muerte de su hermano. Por consiguiente dos aspectos resaltan.

El primero es la impotencia de la Ley a pesar de su aparente omnipotencia; la Ley está en manos del Gobernante. Ella, obliga a cumplir con determinadas obligaciones aún con un castigo que puede llevar a la muerte. Su impotencia es que Ley no puede prohibir el dolor, el amor, tampoco puede prohibir aquello que nosotros pensemos sobre ella. Así, el sentido profundo de la vida queda fuera de la Ley; la omnipotencia de la Ley está en cuestión.

 

Segundo, la Ley establece la cultura del cumplimiento. Dentro de tal cultura hay cosas que no se pueden cumplir y una de ellas, es la Justicia.


La Justicia no se mide en el cumplimiento, no cabe dentro de esta acción; en otras palabras la Ley no puede encuadrar los parámetros de la Justicia (no se puede ser justo porque tenemos que cumplir con la Justicia).

Con la justicia pasa lo mismo que con el amor, no puede existir una Ley que nos obligue al amor. La Justicia es importante porque ella, hace parte de la cultura del don. En tal sentido, el cumplimiento es un inicio pero a través de él, no llegamos a la Justicia plena.


La hipernormatividad es un fenómeno muy llamativo de nuestros tiempos, resulta paradójico que entre más se asienta la Filosofía Liberal en nuestras sociedades, la libertad sea la máxima Ley que gobierna nuestras vidas, las relaciones sociales y políticas se regulen por la democracia, y la economía se justifique en el libre mercado y competencia, aumentando de manera sorprendente la hipernormatividad. Es como si la libertad solo puede suceder de manera reglamentada para que el individuo no se pierda, las sociedades tengan necesidad de ser controladas en la Democracia, y la economía requiera de esa hipernormatividad a la que se le llama seguridad jurídica (que favorece el monopolio y coloca a los intereses del capital por encima de los intereses de los individuos y de las sociedades).

 

La omnipotencia de la hipernormatividad actual deja al individuo en impotencia porque su libertad en realidad es conducida, regulada e impedida. El individuo cada vez se auto descubre más indefenso; no decide sobre nada, al mismo tiempo que el mercado le hace sentir que es dueño de su propia vida. El individuo contemporáneo se siente en la posición de repetir el gesto de Antígona, es decir, debe elegir entre la Ley y su responsabilidad con los otros. El sí mismo puede ser adaptable a la omnipotencia de la hiper-normatividad, pero sus deberes para con los otros, ya no los puede seguir. Al mismo tiempo las sociedades no son más que la suma de individuos; ellas se convierten en un número, una tendencia, el objeto preferido de los estudios y de los efectos que se quieren conseguir.


 

    La desintegración de la sociedad la va ocupando un variado comunitarismo que comprende desde objetivos ancestrales hasta comunidades imaginadas y conformadas por medio de las tecnologías. Así también, el Mercado es la gran omnipotencia de la vida social y política contemporánea; ha logrado posicionarse por encima de las culturas. Él, es el eje omnipotente de la política. Aquello que hace unas dos décadas lo vimos emerger con sus pobres discursos, hoy se convierte en el lugar crítico de la política por medio de las campañas anticorrupción y de discursos anti migrantes, racistas y xenófobos.

 

Es imposible estar fuera del Mercado, los rasgos fascistas de la política nos inundan; en consecuencia, Antígona lo único que puede disputar es la política de los muertos porque la vida ya ha sido colonizada por el Neoliberalismo y la vida de grupos amplios de la sociedad ha sido condenada a muerte.

 

La hipernormatividad deja fuera la autonomía precisamente porque en tal situación, se vuelve añicos. La Libertad pasa a ser coaptada con los controles; la economía de mercado provoca el advenimiento de la post-política y las sociedades caen en la indolencia. Queriendo ser responsables, nos enredamos en la falta de distinción entre la regulación y el control; en efecto, la regulación es indispensable para la responsabilidad, sin embargo, ella suele confundirse con el control.


La post-política conlleva la anulación de la política por el Mercado, desaparece lo gratuito, lo social no importa, la innovación es el concepto mágico y rector para gobiernos que descargan lo social en el lema del emprendimiento. Por último, ya no nos duele nada; el dolor del mundo hace parte de un gran espectáculo donde la pantalla nos coloca a distancia aquello que sucede cerca de nosotros, pero que genera la percepción de su lejanía.


La indolencia de Ismene


Ismene representa la situación de estar, no frente ni al lado, sino dentro de la Ley y que tiene la capacidad de inundarnos hasta hacernos sentir que no tenemos fuerzas para resistir, por tal motivo tiene la capacidad de aplastar y decidir sobre la vida.


Ismene: en cuanto a mí se refiere, rogando a nuestros muertos que están bajo tierra que me perdonen porque cedo contra mi voluntad a la violencia, obedecer a los que están en el poder, pues querer emprender lo que sobrepasa nuestra fuerza no tiene ningún sentido.


La actitud de Ismene nos coloca en la reflexión de la indolencia dentro de tres situaciones. La primera, es la relación de la indolencia con la muerte; la segunda, es la obediencia como la condición de posibilidad de la indolencia; y la tercera, es el no sentido de pasar por encima de lo que nos sobrepasa y el sin sentido de no hacerlo a manera de la geometría de la indolencia y la solidaridad.

 

Sobre lo primero, la indolencia es una relación con la muerte y no con la vida; el dolor es la manifestación de la muerte en la vida. La prohibición es la de no enterrar como corresponde a su hermano; no está prohibida la vida, se prohíbe el culto a la muerte. Sin embargo, prohibir el culto a la muerte es prohibir la vida misma.


En tal sentido, dentro de nuestras sociedades existen grupos como los migrantes, las mujeres, los afrodescendientes y diversidades sexuales que han sido condenados a muerte por la post-política del miedo.

 

Sobre lo segundo, la obediencia a la Ley es indispensable, justificada y normalizada. No hay Ley sin la demanda de obediencia. Nunca se justifica la obediencia, se justifica la Ley, y de manera indirecta, su cumplimiento. La normalización provoca que quienes se levanten contra ella solo sean unos cuantos. Sin Ley no hay obediencia, y sin obediencia no hay Ley; ésta requiere de la obediencia.


Cuando obedecemos declinamos nuestra voluntad, dicha declinación es indispensable para introducir la indolencia como condición que nos aleja de la vida a través del culto a la muerte.

 

Sobre lo tercero, para Ismene no tiene sentido pasar por encima de lo que nos sobrepasa, y para la solidaridad existe un sin sentido de no relacionarnos en el dolor con los que sufren, pero sobre todo con aquellos que ni siquiera pueden reconocer nuestro gesto de solidaridad.

 

Si la muerte es el lugar para demostrar nuestra relación de compromiso con la vida, no obedecer a la Ley es el gesto auténtico para colocar a distancia la Ley que tiene miedo de la solidaridad, y la geometría de la solidaridad son los sentidos que tiene el compromiso con quienes sufren; entonces, el compromiso con los que sufren es algo que siempre estará por encima de nuestras fuerzas.


El poder es imaginario porque logra construir fenómenos que siendo pequeños logran hacernos creer que están por encima de nosotros. No es que la Ley no exista, lo que cuenta de la Ley es su capacidad de aplastarnos, pero quizás no es su capacidad, sino la que logra hacernos creer que tiene capacidad de despedazarnos, de aplastarnos.

 

La indolencia no se provoca por el no saber, sino porque el dolor está por encima de nuestras fuerzas. No es que no podemos hacer nada frente al dolor, lo que aparece como un muro es la Ley que nos prohíbe sentir dolor, o tener culto por la muerte.

 

La hipernormatividad en cualquier ámbito de la vida social no logra controlar o disciplinar; luego, el triunfo verdadero de la hipernormatividad es la emergencia de la indolencia. A mayor norma menos sentimos los problemas que ella busca solucionar. La reglamentación, en realidad, es un alejamiento de la vida a partir de prohibir sobre la muerte.


El fenómeno de la hipernormatividad genera el aumento del sentimiento de impotencia, las reglamentaciones en realidad destruyen la lucha de los movimientos. Cuando las revoluciones atracan en leyes, lo que hacen es detener las revoluciones; si deseamos seguir revolucionando, necesitamos detener las leyes. Todo se ha reglamentado no porque haya un caos primordial, o un inconsciente que requiere ser bloqueado, lo que se busca es posicionar la omnipotencia pero en relación indirectamente proporcional con la impotencia. No son las sensaciones tristes las que detienen la potencia, es la hipernormatividad.

 

La estupidez reina con la indolencia; a medida que crece la indolencia, la estupidez se asienta en los gobiernos. En otras palabras, el reino de los estúpidos corresponde con el mundo de los indolentes.

En un mundo donde los pueblos comprendieron que no podían cambiar nada porque las leyes lo impedían, el estúpido es el Rey.

 

La indolencia va de la mano con el goce; la cultura del goce se instala para evitar que la indolencia nos interrogue. No es porque gocemos que somos indolentes, es porque somos indolentes que necesitamos del goce.

 

La Ley, en la base de la indolencia, es el origen de la existencia. En la cultura hebrea, la Ley da origen a la existencia de todo. En el relato bíblico, la palabra es el origen de la vida; así, en el mundo de la fe no hay como hacer preguntas racionales. El Estado Moderno se constituye por medio de la Ley porque afirma que en el pre- mundo prevalece una violencia original; por lo tanto, el precio entre la violencia y su prevención implica aceptar la indolencia que adviene con la Ley que busca detener la violencia.

 

Por último, el cumplimiento de la Ley, está ligado a la anatomía de la inmovilidad. Si la Ley es el origen de la existencia y la garantía de la detención de la violencia, no esperamos más de ella. Su consecuencia natural es la inmovilidad.


Con el cumplimiento de la Ley ya no esperamos, los ciudadanos no tienen necesidad de imaginar algo diferente; la ausencia de esperanza no es una desesperanza porque el factor del tiempo determina todo lo que se puede esperar, y aquello que se espera vive condicionado por el tiempo mismo.

3.       El fallo de la ley en la  hipernormatividad


El mundo de las cárceles nos permite analizar las paradojas de la Ley en el ámbito de la hipernormatividad. La serie argentina de Netflix, El Marginal, nos revela la vinculación intrínseca entre la Ley y el castigo. Las cárceles no fueron hechas para corregir, ellas están para castigar; quienes están obligados a ingresar a una cárcel lo hacen porque la sociedad considera que merecen un castigo (Foucault). De hecho con las leyes suele aparecer un fenómeno muy particular y es que ellas se elaboran para corregir situaciones que son excepcionales; tal excepcionalidad hace Ley.


La pregunta que nos hacemos todos frente a la Ley, es por qué tenemos que seguirla si nunca la hemos infringido, por qué caemos en su castigo cuando la gran mayoría no viola la Ley. Luego, en el momento que la Ley irrumpe nos convertimos en potenciales violadores de la Ley por su origen de excepcionalidad.


Así, la hipernormatividad de la gestión universitaria es el camino del castigo. No se trata de estar en contra de una burocracia que ralentiza los caminos de la gestión, en realidad de lo que se trata es de no ser tratado como violador de la Ley. La hipernormatividad nos coloca en la desconfianza y el señalamiento de delincuentes; invertimos la premisa “todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario”, por la de “todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario”.


La primera temporada de El Marginal nos revela los modos en que la Ley solo puede ser arbitraria. Ella, nunca logra la superación del Estado de Naturaleza. La Ley es el Estado de Naturaleza donde el hombre es lobo del hombre. No es que la Ley reemplace a la fuerza, es que la Ley es la fuerza que se impone para defender el poder y los privilegios de una normalidad anormal. Así, si el castigo físico fue reemplazado por la Ley, la Ley es el castigo, luego solo podemos vivir su cumplimiento como un castigo por algo que no cometimos, o que si cometimos no merecemos tal castigo. La inadecuación entre el castigo y Ley hace parte de su experiencia profunda.

 

La gestión logra hacer suyo el discurso sobre la funcionalidad del sistema, hasta lograrnos convencer que si no funciona es porque no hay gestión, cuando en realidad no funciona porque hay gestión. La gestión es la sustitución de una falla bajo la apariencia de su superación. Luego, el hecho de que la administración no logre los resultados no es por falta de gestión, es más bien por la gestión que no puede avanzar.

 

En la segunda temporada de El Marginal se deja ver de forma muy clara que nunca existe un vacío de Poder, que todo vacío siempre es llenado por alguien, que si alguien ya no está en el Poder es porque alguien ya lo venció y que el Poder suele sostenerse en los favores, y su mayor característica es su crueldad. Pero sobre todo, que el ejercicio de la Ley solo es posible por medio de micro poderes que operan a la manera de mafias. En cierto modo, tenemos que preguntarnos en cualquier ejercicio de poder qué grupo lo sostiene y se beneficia de él.

 

El ámbito de la gestión no es extraño al ejercicio de poder; no hay gestión sin poder. Administramos nuestras instituciones a favor de alguien o en correspondencia con una visión de mundo; por consiguiente la gestión no es una composición de instrumentos neutral. Luego, la eficacia, la eficiencia y la calidad se juegan por algo y para alguien.


Tal apuesta suele tener aspectos de crueldad al mismo tiempo que se muestra benévola y profesional. La manifestación de la gestión esconde los intereses de poder y borra la intervención del poder mafioso en la que se sostiene.

 

4.       La transformación de la educación es también cambio en la gestión

 

Si nosotros queremos apostar por la transformación de la educación estamos obligados a cambiar la gestión que se centra en misma. De hecho, la educación depende de algunas cosas que están más allá de la educación y una de ellas, es su administración. Ibn Khaldûn (19332-1406) pedagogo musulmán, consideraba que las sociedades se perpetúan en una solidaridad clánica que está más allá de la razón. Rasgos culturales y sociales sobreviven a cualquier empresa educativa que no se sostenga en aprendizajes largos y complejos. Las formaciones rápidas y a distancia pueden cambiar algunos aspectos pero no son fiables para la transformación de la educación. Si queremos transformar la educación no podemos dejar intocable las culturas que amarran a los ministerios de educación y las culturas en las que se asienta la educación y la vida de los maestros.


La mediocridad en la que suelen caer las instituciones educativas se debe, en parte, a tales culturas, por tal motivo volver a la educación de excelencia es hacerlo por medio de maestros convencidos que la educación es un arte que se construye en plazos largos y que no se puede hacer sin la colaboración de los estudiantes y siendo críticos, de las culturas propias.


En efecto, se trata de cambiar la sociedad para cambiar la educación y de cambiar la educación para cambiar la sociedad, por lo tanto, cualquier programa de vinculación con la sociedad debe inscribirse en este círculo virtuoso.

 

Si la educación se basa en el axioma de que toda persona es perfectible, tenemos que aceptar que las instituciones también lo son. Las instituciones las hacemos las personas, pero ellas están más allá de las personas, por lo tanto, tal como lo señalaba la Gestalt, ellas son más que la suma de las partes, y también, ellas son menos. La relación entre la perfectibilidad de las personas y la perfectibilidad de las instituciones y su diferenciación,   implica intervenciones diferenciadas.


Juan Luis Vives (1452-1540) teólogo, filósofo y pedagogo de origen español, quien ejerciera como profesor de Oxford, fue uno de los primeros en afirmar que todo hombre es perfectible y que el ser humano no cesa jamás de aprender. La perfectibilidad de las instituciones es posible, pero advirtiendo que ellas tienden al sedentarismo; no hay nada más inmovilizador para la inteligencia de una institución que alguien gane un concurso de titulación. Su sedentarismo hace que cualquier revolución requiera de instituciones para perpetuarse y al mismo tiempo, sean las instituciones una de las protagonistas en traicionar las revoluciones.

 

En la auténtica educación nosotros buscamos nuestras propias vías de transformación con la ayuda de los maestros. En ella, nosotros podemos criticarnos a nosotros mismos, a la sociedad y a nuestras familias; estos tres objetos de la crítica hacen parte de la educación. Por el contrario, en las instituciones la crítica se vive como una traición, la crítica no se soporta. Ellas, son casi intocables.

Normalmente, cuando algo no salió bien, la crítica se personaliza; es alguien el responsable de que las instituciones no funcionen.

 

Para la educación el aprendizaje de la lengua es una manera de mejorarnos a nosotros mismos y de entablar una aceptable relación con los otros. El mejoramiento de la lengua es un paso indispensable en nuestro desarrollo y en la convivencia con los demás. Para las instituciones el discurso es la normativa que debe memorizarse y seguirse sin cuestionamiento; los discursos políticos pueden decir cualquier cosa, mientras que la educación no puede permitirse tal desafuero.

 

¿Qué debe aprender alguien?, ¿quién debe aprender alguna cosa? Las dos preguntas hacen parte del oficio de la educación. La primera pregunta llevó a la distinción de los saberes, también a la necesidad de determinar que existe una progresión en la enseñanza-aprendizaje. La segunda pregunta ha tenido respuestas vinculadas con la exclusión, pero también, con la precisión que ha requerido el constructivismo.


Comenius (1592-1670) pastor protestante intentó construir ideales educativos; escribió una obra monumental denominada: La Gran Didáctica (1652), con el objetivo de enseñar todo a todos, por medio de métodos exhaustivos y rigurosos. Con él obtuvimos los primeros manuales escolares donde se desarrolló la idea que la enseñanza- aprendizaje se debe hacer de manera progresiva y rigurosa. Al contrario, en la gestión de las instituciones educativas, reina la especialización, es decir, no todo el mundo puede saber de todo y tener capacidades de todo. Si en la educación se viene a aprender, en las instituciones se debe saber; si alguien fuera contratado para aprender, inmediatamente estaría condenado al despido.


La inversión indispensable para la transformación de la educación está en reconocer saberes que debemos descubrir y de los que debemos partir para educar, y en las instituciones educativas debemos aceptar que allí se viene a aprender, al mismo tiempo que partimos de un supuesto saber.

 

5.       A manera de conclusión

    

    La gestión es la puerta para la  transformación social en la medida que la vinculemos con fines y no la perdamos en la centralidad de los medios. Ella, puede suceder fiel a ellos, por medio de luchar contra la hipernormatividad, y sobre todo en la relación continua con los aprendizajes que definen el sentido profundo de la educación.


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