Preocupa,
increíblemente, la concepción y la situación del otro, en la perspectiva
actual. Para algunos filósofos como Lipovesky, el otro ha entrado en el círculo
infernal del individualismo a ultranza. Baudrillard profetiza la muerte de todo
tipo de alteridad. En efecto, los pesimismos abundan en los discursos. La época
del desencanto celebra sus funerales.
La globalización y
la mundialización uniformizan al otro. El aumento de la tendencia hacia la
diferenciación es una defensa contra estos inmensos monstruos. El mercado nos
ha abierto las otras culturas, no para que reconozcamos la diferencia, sino
para continuar con su proyecto de occidentalización a través de la economía, el
mercado y el consumo.
En realidad, los
discursos Post-estructuralistas son profetas del absurdo o premonitores de
tempestades al anunciar la muerte del
sujeto. Los nuevos medios - Mercado y Técnica - han entrado con toda su
publicidad, por todas las puertas y ventanas del Yo y del otro hasta lograr
uniformizar sus goces. El otro ya no es dueño de lo que piensa, ni siquiera de
la manera como vive, él es una marioneta de estas grandes bestias que logran
vender la idea de autonomía. La resistencia ha comenzado a ser reciclada con la
uniformidad[i].
La intromisión en
la vida privada se ha logrado con la estrategia del respeto a la vida privada,
y su marco ha sido la aspiración al individualismo -tendencia social del
momento -. El walkman o el celular son formas que supuestamente respetan la
autonomía y consiguen el desarrollo de la individualidad. Sin embargo, sus
formas violan la privacidad dejando la puerta abierta a lo público.
La relación entre
el yo y el otro se acorta con la nueva tecnología. La aceleración de los
vehículos de transporte ayuda, increíblemente, a la cercanía con el otro
lejano. El Email, el grupo virtual, el Internet, aproximan la relación con el
otro extremo. Paul Virilio admite su valor pero subraya la incapacidad para
tratar al otro cercano. La correlación termina siendo paradójica: entre más me
aproximo, más me alejo.
La representación
del tiempo se transforma en esta nueva relación. Los tiempos largos son
arcaicos para las nuevas planeaciones. La esperanza con su dimensión a largo
término es vulnerada en la inmediatez. Los proyectos ganan publicidad por su
instantaneidad. La rapidez ocupa las primeras páginas de los diarios y la
ubicuidad es su gran trofeo.
La pretendida
globalización no ha servido a la unión del yo y el otro. No hay duda que hoy
conocemos más sobre otras formas de vida, sobre otras religiones, sobre otras
costumbres. Nadie puede negar sobre las uniones que se forman bajo estrategias
de mercado, de política, de cooperación planetaria para salvar el planeta. El
crecimiento de la tolerancia es indiscutible. Pero las nuevas formas de
convivencia no han podido evitar el resurgimiento de los nacionalismos, los
movimientos separatistas, las sectas fundamentalistas. La diferenciación ciega
encierra al Yo en el castillo de la indiferencia. Crecen las redes y aumenta la
atomización como fenómeno violento.
El yo ya no se
encuentra revestido por una ideología que lo separaba maniqueamente del otro.
Nuevos ideales son compartidos por el Yo y el Otro. Parece salvaje, el
sostenimiento de diferencias de partido, más cuando se ha anunciado la muerte
de las ideologías. Los discursos de superioridad etnocentrista son, más que
nunca, para la conciencia mundial, argumentos de desadaptados que no logran
salir del cascarón de la yoidad. El odio milenario por la inscripción a una
religión o la pertenencia a una etnia, no tiene razón de ser. Sin embargo, el
odio persiste, sin objeto, ciego, irracional, movido por la simple y pura
emotividad: No me caes bien porque no me
caes bien. La sin razón del odio primordial hacia el otro es: no se por qué te odio, pero te odio.
Muertas las ideologías, ya no hay intereses compartidos, la conflictividad
flota en el vacío y es manejada por la reacción inmediata e irracional.
El yo apuntaba a
la convivencia con el otro, ayudado por la Política; desprestigiada la
política, sede el turno a la Ciencia y al Mercado. Si la política se embarró
con la esclavitud, la colonización, la Ciencia y el Mercado no tienen necesidad
de imponerse. El consenso les da libertad para actuar y ocultar. La política
había creado sospechas entre el Yo y el Otro, por el contrario, desde ahora,
somos hermanos en el consumo, en la computadora. Tú puedes tener lo que yo
tengo, leer lo que yo leo. El Mercado con el consumo nos ha dado la impresión
de la inexistencia de las clases sociales. La distinción entre ricos y pobres
ha cambiado por una distinción entre personas que pueden tener muchas cosas y
otras que luchan arduamente por tenerlas. La vida digna se parece cada vez más
a la posesión de una pequeña vitrina de objetos de consumo.
El yo no odia al
otro porque sea de izquierda o de derecha, su aversión se fundamenta en otras
causales que son de difícil definición o precisión. Las vecindades pueden ser
causas de conflictos, o las venganzas ancestrales, o los simples gustos.
Podemos tener antipatía o disgusto con el primero que se cruce en la calle. Se
caen los muros entre la derecha y la izquierda y el mercado levanta otros
muros, invisibles en su concepción y mucho más excluyentes para detener la
migración, para evitar que el otro diferente venga con su miseria a acabar con
el pequeño paraíso que nos hemos construido. Puedo odiarte por lo que no me has
hecho, puedo odiarte por ser simple y llanamente como eres.
El
mercado crea puentes entre el Yo y el otro y, paralelamente los países marcan
la frontera para que a nadie se le ocurra cruzar... teniendo tantos problemas
de desempleo. La pregunta obligatoria a las gentes que vienen en los vuelos
internacionales procedentes de países pobres es: ¿Cuántos dólares trae? Las
vallas y cercas se elevan entre los individuos. A la globalización le sigue una
especie de localismo individual. A la apertura económica le sucede un encierro
de los sujetos en sí mismos. Entre más nos abrimos con el Mercado, más nos
encerramos en nosotros mismos. Que increíble y nefasta paradoja: abrirnos para
encerrarnos más.
El individualismo
a ultranza no sólo está destruyendo la individualidad sino que también va
haciendo perder las bases del individuo. Se vende la idea del individualismo,
de la decisión por sí, de la autonomía radical; desaparecen los sistemas de
obligación, la voluntad es el gran baluarte; cada uno debe elegir el destino
personal, lo cual conlleva a la pérdida fundamental de la alteridad. El otro no
es fundamental para la definición de la persona. Cada vez necesitamos menos de
los demás. Escribe Baudrillard: "Cada
uno transita por su órbita, encerrado en su propia burbuja, satelitizado. A
decir verdad, ninguno tiene ya destino, pues el destino sólo existe en la
intersección de uno mismo con los demás" [ii].
El
otro es liquidado en la nueva sociedad, el yo ocupa el único puesto, él es el
único objeto de admiración y seducción. Los bombardeos publicitarios se
multiplican en el culto al cuerpo: gimnasia, las dietas, los alimentos
desvitalizados, la cirugía estética. El narciso triunfa. En el espejo no se ve
al otro, sólo hay tiempo para verse a sí mismo. Sólo queda el individuo como
objeto de su propia fascinación, como un ideal a conquistar por sí mismo,
modelo hacia el que tiende su yo, partenaire
neutro en quien proyecta la imagen, agua de un río virtual donde termina
contemplando y queriendo conquistar y seducir su propio cuerpo.
No
nos preguntamos ¿cómo hay que relacionarnos con el otro? o ¿quién es el otro?
La pregunta clave es: ¿Cómo logramos hacer entrar al otro en el mercado? El
otro no es objeto de las pasiones sino es producto de la fabricación en un
mercado que inunda de ofertas: cosméticos, lifting, cirugías y liposucciones: "Nosotros somos víctimas, y en absoluto
alegóricamente, de un virus destructor de la alteridad y más aún que en el caso
del SIDA. Se puede aventurar que ninguna creencia sabrá protegernos de esta
patología viral que, a fuerza de anticuerpos y de estrategias inmunitarias,
apunta a la extinción pura y simple del otro. Si bien en lo inmediato este
virus no afecta a la reproducción biológica de la especie, afecta a una función
todavía más fundamental, la de la
reproducción simbólica del otro, en favor de una reproducción clonada,
asexuada, del individuo sin especie,
pues estar privado de otro es estar
privado de sexo, y estar privado de sexo es estar privado de la pertenencia
simbólica a cualquiera de las especies" [iii].
La
filosofía del yo es: vive como quieras, haz lo que quieras, siempre y cuando te
encierres en ti mismo; por eso cada cual vive entregado a su Look, a sus gustos, prisionero de su
vida. Romper el círculo del yo es romper con la imperdonable profanación de
nuestro tiempo. Intentamos huir de la castración mediante la búsqueda de la
perfección del cuerpo, la corrección de los defectos físicos, el retardo del
envejecimiento, la prevención de las enfermedades, el control de los excesos.
La
vuelta hacia sí mismo transforma las tradicionales relaciones de amor. El otro
no es objeto de nuestra seducción, ni hace parte de nuestra conquista.
Conquistar al otro es auto-conquistarse o auto- seducirse. La relación de amor da la vuelta hacia el yo.
Quererse a sí mismo, abrazarse, ganar auto-estima, cuidado de sí, amarse, todas
estas son formas que reemplazan la anterior salida. Crece la desafección de
todo lo que suceda fuera de sí mismo. El otro, objeto de mi deseo, es
importante en la medida que me ayuda a quererme. La medida del otro soy yo y la
medida del yo, soy yo mismo.
El
otro es más una molestia, una perturbación, un obstáculo. Su relación hace
parte del cálculo, por tal motivo es alguien que se busca a ratos y cuyo ciclo
de relación no debe interferir en mi armonía interior. El Yo grita: Ya no eres necesario para mí. Mis deseos
de soledad son mayores comparados con la necesidad que tengo de tenerte a mi
lado. Te necesito siempre y cuando aparezcas en los momentos en que yo creo,
debes estar presente. Las necesidades del otro se enmudecen, entran en el campo
del silencio, son desconocidas para el yo. La absoluta medida del otro es el
Yo. El Yo determina no sólo su necesidad, el decreta su inexistencia. Si antes
no había Yo sin Otro, hoy no hay Otro porque hay Yo.
Por
su situación de desechable o su condición de biodegradable, el otro es el
objeto de nuestros más variados odios.
Al otro se le odia en los lugares públicos, en el tránsito, en el
supermercado, en los espectáculos públicos, en las oficinas, en los lugares de
trabajo. El malestar del desempleo y la competencia del mercado han hecho de
los lugares de trabajo, pequeños infiernos en los que se debería tener cuidado para evitar los despidos. El
celo abunda entre compañeros de la misma profesión. Todos vivimos
protegiéndonos de otros, de sus comentarios, de su calidad, de su acercamiento
al poder. En realidad el otro es diabolizado dentro de tal situación. El otro
ya no es nuestro compañero de trabajo, es nuestro enemigo potencial.
Disminuyen
las organizaciones barriales, los sindicatos, las grupos de solidaridad y
aumentan los reuniones donde no hay que encontrarse con el otro. La plaza
pública como lugar de manifestaciones ya no es común. Los centros comerciales,
los Multicines, los lugares de conciertos se abarrotan de clientes; vivimos en
medio de miles de personas sin tener necesidad de ellas. Aceptamos estar con
muchos porque es la mejor manera de no ser con otros. La gente no se aglomera para restituir la
relación con el otro sino para escapar de cualquier posibilidad de alteridad.
Al
ser el otro el objeto de mi odio, las relaciones de violencia se multiplican.
Crece la violencia en las calles, en los estadios, en los festivales de música
rock con sus bandas enfrentadas de punks y skinheads. Los movimientos racistas
y nacionalistas buscan el aniquilamiento del otro. La relación con el otro
permanece en la negatividad, la agresión, el desprecio, y el repudio. Las
relaciones sociales se construyen alrededor de la muerte del otro.
Para
el capitalismo y la ciencia el otro es el objeto de la manipulación y el
cálculo. Ellas provocan mudanzas, transformaciones, mutaciones, desplazamientos
haciendo creer que todo se debe a la voluntad del sujeto. El crimen del otro ha
hecho que nuestra sociedad se sienta victimaria. La desgracia y la miseria del
otro reafirma nuestra existencia: “La
nueva identidad es la víctima"[iv]. Las nuevas identidades nacen gracias a la
desgracia del otro. Excluir es la mejor forma de reafirmarse.
La
sexualidad, última oportunidad de una posible relación, es contestada por la
nueva sociedad. El Sida ha diabolizado al otro y la Clonación es el grito de
triunfo final: se pueden fabricar otros sin sexo, programados, escogidos, tal
como nosotros los deseamos. El condón nos aísla de sus potenciales
enfermedades, nos protege del horror, nos libera de su contacto. No al otro
como compañero, sí a su exclusión; si quedaba alguna duda de su necesariedad,
la duda ha quedado resuelta. Las mujeres ya no necesitan de la relación sexual
para procrear. Decir marginados es un privilegio cuando en realidad ya no
necesitamos de nadie. El Yo ha ganado la batalla y comienza el reinado del
autismo social. Sólo están permitidas las relaciones sexuales sin promesas, sin
la presencia del otro deseante, sin sexualidad. Como alimentos sin calorías,
alteridades sin otro, amores sin sujetos. En la vitrina de nuestro tiempo sólo
hay espacio para los objetos.
El
otro es encerrado en la virtualidad de la pantalla, su memoria es memoria
virtual, su existencia es confirmada por los bancos de datos. Sin la
virtualidad su existencia es un sueño. La verdad tiene un juez, los Mass
Medias, y para que no quede ninguna duda, “en
vivo y en directo”. Por encima del horror, la constatación macabra de las
cámaras. Nos complacemos en tener la guerra en vivo, el dolor en pantalla, la
violencia al otro lado de nuestro menú diario. Nos alegramos de que todo esto
sea cierto, porque lo vimos. Si hay alguna deshonestidad está en la visión. Por
fin la realidad del mundo es parte del espectáculo de Hollywodd.
El
dolor del mundo en la pantalla ya no nos duele, es por primera vez arte,
material de concurso, exposición en selectas galerías. Los nuevos héroes son
los simuladores de realidades, los maquilladores, los encargados de presentar
el gran espectáculo del mundo. A ellos les debemos que las guerras con sus
bombardeos a ciudades con ancianos, mujeres y niños hagan parte de la diversión
de todos los días.
La
virtualidad nos escinde la realidad. Todo lo que acontece en el mundo virtual,
no es real. El otro en la cámara queda reducido a la ficción. Las hambrunas y
guerras entre hutus y tutsis no acontecen en el África sino en el televisor. La
gente se horroriza no de lo real del hambre y de la guerra, o del sufrimiento y
la muerte, sino de la imagen que perturba nuestro almuerzo. El dolor de los
demás dura el tiempo de la emisión y después se pierde en la memoria de la
virtualidad. La molestia o el aburrimiento de la imagen es superada con el
control de TV. No hay derecho a molestarnos tanto. El otro, transformado en
imagen, es traído o desaparecido por el movimiento de nuestro dedo. Su realidad
es una imagen que merece nuestra atención si es un “buen espectáculo”.
Si
solamente es real la imagen, la realidad del otro es real durante el tiempo que
su imagen está frente a nosotros. Su dolor va más allá del informativo, su
duración supera el cuarto de hora del documental. Ruanda, Somalia, la ex -
Yugoeslavia no son reales, son reales las emisiones sobre ellos. Todo el dolor
del mundo continúa a pesar de la caída del rating; los otros viven su tragedia
solos, en la falta de solidaridad, bajo la sombra de la indiferencia; el otro
vive las consecuencias de la ruptura fundamental de la alteridad.
Hoy
conocemos más sobre el otro, tenemos más información sobre él, sin embargo
tenemos la solidaridad del tele - espectador, desafectivizados, sin compasión.
Los archivos físicos y el contacto social han sido suplantados. El mayor
conocimiento nos ha separado de él, como cuando el deseo se aniquila con la
costumbre a la absoluta desnudez. Su vida se transforma en un dato, en una
cifra, en una noticia. El otro no es más que un negocio para las cadenas
televisivas que inundan el planeta.
El
estatuto de imagen hace del otro una función, por tanto, él vale en cuanto pueda agradar. Su
espontaneidad es dejada de lado, ahora vive como elemento decorativo, se transforma
en un adorno. Su hambre está obligada a ser un hambre perfecta, y su muerte
también, las imágenes así lo exigen. Luego, su miseria o su pobreza deben ser
de alta calidad, sin esto, no tiene razón de ser. La tecnología nos enseña que las cosas no son
lo que son, son la manera como se presentan.
[i] Existe un grafítis que dice: Los jóvenes que hoy protestan lo
hacen con las mismas chaquetas, la misma música y el mismo lenguaje.
[ii] Jean Baudrillard, EL CRIMEN
PERFECTO, Barcelona: Anagrama, 1996, 194
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