LAS DERIVAS DE LA ALTERIDAD
LIBRO. EDITORIAL ABYA AYALA, QUITO, MAYO DEL 2001, 221 PÁGS
ISBN: 9978-41-838-5
En un principio fue el conocimiento
del otro, sólo después el conocimiento del Yo: recita una lógica improvisada y
eco todavía de diversas disciplinas. Lo primero que vimos fue al otro, luego
nos vimos en sus ojos. La mirada se desplazó en la exterioridad impropia. La
exterioridad fue el punto primigenio del conocimiento. Ella fue el puente hacía
la interioridad ingenua y el comienzo de toda justicia sin ingenuidad. El otro
nos hizo responder a un llamado que no nació en nosotros. Desde el otro nos
hicimos responsables después de una arbitrariedad inédita. Así, el encuentro
con el otro nos situó en el conocimiento del yo y del nosotros-otros. Por lo tanto, el yo fue el
fruto del otro o su secuencia primaria.
La
presencia del otro fue, directa e indirectamente, un encuentro con el nosotros egoíco. El encuentro fue
involuntario debido a la presencia sin cálculo. Advertimos nuestra existencia
por la irreverencia de la existencia
del otro; irreverencia nacida en la
no-demanda. La no-demanda fue el ofrecimiento
más que la obligatoriedad. Entonces, la vía para que el yo se descubriera
no fue el Espejo de Narciso, fue el
otro en cuanto igual y diferente a mí, u objetividad de lo subjetivo. Ergo,
primero el yo fue otro con toda su posible violencia y/o su infinita ternura.
En efecto, en el principio había otro; luego declaramos la existencia del yo.
En otras palabras, otro luego existo.
Pero no es
necesariamente por el antecedente del otro que el yo se puede encontrar consigo
mismo. La fiabilidad del otro, para con el yo, está siempre en sospecha. La
profecía no es segura; la metafísica puede caer en el engaño. El descubrimiento
puede ser aplazado hasta el infinito o en espera de la liberación. El otro
puede negar el camino de realización e imponer con su cuerpo, su espada y/o
palabra, la posibilidad de decir yo, y mantener el culto en el sostenimiento de
la mirada perenne hacia él. Él puede ser la indestructible distancia al tú y el
sostenimiento de su deriva eterna. Aún, el otro puede ser la perpetua huida a
la entrevista con el yo, aplazada por el miedo y la enajenación, revestida en
la ideología y tergiversada por el consumo del homo economicus. Podemos decir yo cuando en realidad estamos atados
al otro, o decir yo cuando lo único que podemos decir es otro. El otro, como pensaba Sartre, puede ser nuestro infierno.
Invirtiendo
la fórmula obtendríamos: el conocimiento del yo nos lleva al conocimiento del
otro. La tendencia religiosa y psicológica nos repite hasta la saciedad: Nadie que no se ame a sí mismo puede amar a
los demás. O también, solo conocemos al otro en la medida que nos conocemos
a nosotros mismos. Así, el reconocimiento de la existencia del otro depende del
reconocimiento de la existencia del sí
mismo. Sin conocer la casa adentro no se puede afirmar el afuera. La
seguridad en el sí mismo es lo que
puede ayudarnos a decir que eso que está afuera no soy yo porque es otro. En
tal sentido, el yo es desgarramiento onto-genético para llegar a ser porque se
constituye como no-otro en el acto primario de la diferenciación. El yo aparece
como distancia hacia fuera por el conocimiento hacia adentro.
Sin
embargo, el riesgo que corremos, al optar por esta vía, es la posibilidad de
encerrarnos hasta arribar al límite señalado por Lipovesky: al narcisismo absoluto donde el yo no tiene
ya la capacidad de reconocerse debido a la muerte premeditada del otro.[1]
El otro muere en el individualismo craso porque su no-necesidad se transforma
en ausencia mortal. La virtualidad del otro es su no-existencia como bien lo
afirma baudrillard. Parecería que sin otro no hay yo. En consecuencia, por la
eliminación del otro caemos en el abismo de la implosión del yo. La muerte de
la alteridad tiene como efecto el desvanecimiento del yo.
Ante la
factible doble ruptura en cualquiera de las dos vías, -aunque haya otro no hay
yo, o aunque haya yo no hay otro ni yo-,
podemos ingenuamente concluir que el conocimiento del otro no lleva,
necesariamente, al conocimiento del yo, o viceversa, que su encuentro es un
imposible porque la totalidad es el otro o el yo o el gran otro o gran yo, y la cohabitación
de más de una totalidad es impensable por ser irreconciliables como las varias
divinidades griegas que no pueden existir a la vez por ser una contradicción
condenada a la disyunción mortal: o yo o el otro. Sea como sea, la entrevista
es aplazada porque la mecánica fracasó, el otro no llevaba al yo, ni el yo
podía conducir al otro; la eterna deriva se impone en cualquier tipo de
encuentro. ¡Que decepción!, condenados por todas las eternidades al aislamiento
metafísico y a la tarde o temprana resignación. Al final se escucha el
alarmante grito: ¡Que viva la maldita y
apremiante soledad del yo y del otro!
Puede que
el problema del yo y del otro no haya que situarlo en el campo de la relación
sino en la perspectiva del conocimiento como definición de la realidad,
entonces, la problemática del de(s)encuentro por el irrenunciable encuentro de
ofrecimiento o accidente se agudiza en el problema metafísico inscrito en el
binomio ser-estar. Las definiciones
son cómplices. Tradicionalmente, desde el aristotelismo, el ser es quien define
mientras el estar ubica. El ser es lo inamovible, incambiable e intransferible.
Los rasgos son sagrados. Por el contrario, el estar es cambiable, mudable, sin
una posición fija.[2] La inamovilidad es virtud
de los dioses mientras que la capacidad cambiante suele caer en el desprecio.
Por consiguiente, el alter es
subordinado por el ser o aislado en el estar, lo cual tiene unas graves
consecuencias. Veamos por qué.
Ha habido
en la filosofía occidental un desprecio del estar, homologado al no-ser,
envuelto en la primacía de la esencia sobre la existencia. Kusch opina: "El filosofar occidental sólo se ha
concretado a analizar todo lo referente
al ser, pero sólo hasta los límites del no-ser tomado siempre como polaridad
intocable, pero eficiente como el caso de Hegel." [3] Con tal afirmación se aclara la
inclinación de la filosofía occidental para definir las sustancias y las
esencias. La profundidad del ser marca también la entrada en el universal. El
ser une mientras que el ser dispersa. El estar, desafortunadamente, se equipara
al no-ser de la existencia. El estar es signo de la accidentalidad traída al
infierno de la superficialidad. La no-validez del estar se equipara a lo que no
debe ser. En consecuencia, se conoce el ser y se desconoce el estar porque el
ser lo es todo y el estar es la nada o la negatividad insoportable. Dicha separación tiene incidencias en el
desconocimiento y/o desprecio por el alter
debido a la triple homologación entre el estar, no-ser y alter.
Así,
el yo y el otro se encuentran en una
doble situación: Primero; desde la perspectiva del ser, tanto el yo como el
otro son definidos por la uniformidad de situaciones que ni él, ni nosotros
podemos cambiar por encontrarnos en el orden de lo inmutable. Lo cual implica
que , cada uno nace dentro de un programa, en un lugar, con una misión,
invariables pero discernibles por lo menos en lo concerniente a la finalidad.
Todo, absolutamente todo, ya está dicho. La invención de la historia obedece al
destino y no es su contraposición. La dificultad es saber, ¿qué es inmutable?
¿qué pertenece al ser? y ¿qué no puede ser cambiado? Se trata en realidad de la
comprensión de la tragedia inscrita en la naturaleza humana porque somos seres
en condición de una completa dependencia y vulnerabilidad con respecto a las
condiciones que han sido dadas por otros. De hecho, la lucha por la definición
del destino del ser es ya un asunto de poder.
Segundo;
desde la perspectiva del estar, ubicados y reconocidos por situaciones y por
aspectos que son variables. Cambiables, mutables, sin certezas, potencialmente
en la gloria y bajo la amenaza continua del fracaso. Cada uno en su estar
intransferible y hasta incomunicable. El ser, desde el punto de vista
heideggariano, es un estar en el mundo. La diferencia es la
presentación del ser en la temporalidad lineal e incomunicable del estar.
Podemos
hipotéticamente romper la disyunción y admitir las dos formas. Luego, absolutamente todos, vivimos marcados
por el ser y el estar. Todos somos y estamos y en la medida que estamos, somos;
con trajes que podemos cambiar y con otros que nos es posible dejarlos de lado.
El sujeto vive bajo condiciones incambiables y construyendo nuevas formas de su
estar. Pero, ¿qué es incambiable? ¿Cuáles son las formas mudables? ¿Existen en
la naturaleza? Ellas son un asunto importante para la reflexión sobre la
cultura.
Girando en
la reflexión, preguntamos: ¿El ser define el estar; o en otras palabras, ¿sí la
manera como nos ubicamos en la vida depende de aquellas cosas que nos definen?
¿Puede lo inamovible definir lo que se encuentra en permanente cambio? Algunas
corrientes se alían a tal subordinación; por ejemplo, los lugares que
habitamos, las opciones que tomamos, las metas que conseguimos, dependen del
impulso del ser. Así, ocupar un espacio, manifestarse de una determinada manera,
utilizar un lenguaje específico es propiedad del ser, y por lo mismo, porque
así debe ser.[4] En realidad, se trata de
un fuerte determinismo antropológico organizado desde la definición del ser. De
está manera, no existe deriva. En efecto, la verticalidad determinante del ser
se mueve en una horizontalidad variable, que hacia delante, explica todo lo que
sucederá y hacia atrás, justifica todo lo sucedido. En este sentido, podemos
afirmar la omnisciencia y omnipotencia de la evidencia fáctica del ser.
Sin
embargo, también la ubicación del estar puede modificar la supuesta
inamovilidad del ser, es decir, aquellas situaciones que nos ubican, también
tienden a definirnos. Los lugares que habitamos son lugares que nos habitan. En
efecto, no es el ser la exclusiva definición del otro o del yo, el estar
también define el ser. El estar es un lugar, es una determinada posición, es el
tiempo o la época y responde a quién es alguien? Luego, cambiar de estar es
transformar el ser. En realidad, la forma del ser es estando. Así, el ser se
modifica permanentemente con el estar; por ello, la inamovilidad del ser es una
ilusión, del mismo modo que la no-definición del estar. Entonces, sin antes no
existía la deriva, ahora la deriva es la forma de existir. Luego, la variabilidad
del entorno nos va cambiando en la medida de su movimiento sórdido y
vertiginoso.
Enorme
paradoja la que surge en las dos direcciones: aquello que está en permanente
cambio puede definir lo incambiable o, aquello que define es lo que determina
los límites entre los cuales algo puede cambiar. Versatilidad sorprendente de
la condición humana y por lo tanto, enorme interrogación.
Hasta aquí,
hemos admitido la doble posibilidad de un ser que define el estar y de un estar
que define el ser. La pregunta desde la tradición de Hume, es la siguiente:
¿cómo lo hace? ¿Cómo puede lo que se encuentra en permanente cambio definir lo
que es incambiable? ¿Cómo transforma el ser al estar? Y ¿cómo es modificado el
ser por el estar?
Una visión
aparentemente disyuntiva del binomio ser-estar
es la siguiente: El estar no significa al ser. El ser es el único que puede
revelarnos la interioridad y la profundidad del estar. El estar muestra
únicamente la condición del ser porque el ser es también estar. En consecuencia,
no negamos la existencia del estar, pero la colocamos en relación. Hay que descubrir seres humanos en todos los
hombres, más allá de su creencia, de su género, de su raza, pensaba
Rousseau, cuando el objetivo humanista se inscribía en el proyecto de desnudar
al ser de todos sus accidentes. Luego, el ser es a pesar del estar.
Esta visión
esencialista, aunque pueda aparecer como razonable, lógica y justificada,
históricamente siempre fue manipulada, es decir, siempre la concepción de "ser humano" obedecía a
pre-concepciones y tendencias etnocentricas. El patrimonio de la humanidad era
alcanzado sólo por la adopción de una cultura, de una religión, de una forma de
pensar, actuar, y sentir que implicaba el abandono o la negación de todo lo que
significaba la identidad de otras culturas, religiones, racionalidades y
géneros. En efecto, la definición del ser actuaba con partido único. Así, la
deriva del otro en el ser del yo era dominante por colonizadora.
La ventaja
que tenía la definición del ser, sin contar con el estar, era que por
intermedio de ésta, era posible llegar a consensos universales teniendo cuidado
en no confundirlos con parcialidades ávidas de poder. Pero, ante la reiterada
falsedad histórica, nos quedaba una inquietud: ¿es posible el universal
cultural sin caer en particulares revestidos de universalidad?
Otro lado
de la problemática ser-estar es pensar
que el estar es lo más importante del ser. A esta visión le podemos llamar
existencialista. La condición del ser es más central que el ser mismo. Así,
todo depende de dónde se nace o dónde se está, para saber quien se puede llegar
a ser.[5]
Diríamos también que no es el ser en sí mismo cognoscible, sólo podemos apuntar
al fenómeno, a sus circunstancias, a aquello que vemos, y basta con esto para
aproximarnos al conocimiento del otro o del yo.
De este
modo, la definición del alter desde
el estar tiende a caer en una imposibilidad de comunicación entre culturas. La
diferencia es el carácter de cada cultura, su deriva inconmensurable. En
consecuencia, ser puede imponer la incomunicación absoluta, como en el caso de
Levy Strauss. Por la pretendida irreductibilidad diferencial, la comprensión
nunca es posible; así, caemos en un relativismo que políticamente tiene formas
tan violentas como el racismo y los modernos nacionalismos, situación señalada
por Alain Touraine.
Si
aceptamos que el estar es lo que define, preguntamos: ¿Logra el estar explicar,
completamente, el ser? El estar no logra describir completamente el ser aunque
lo intenta, es decir, hay una parte del ser que continúa en la indeterminación.
Tal indeterminación entra en la lógica del mucho
más y del mucho menos: el otro y
el yo es mucho más de los que
nosotros pensamos y mucho menos que
eso. El otro es mucho más porque no
se define solamente por la nacionalidad, y mucho
menos porque los prototipos definidos de antemano no coinciden con la
manera como el otro se relaciona inter-subjetivamente con el yo. De hecho, la
impresión que tenemos cuando conocemos a alguien es que su información nunca es
simétrica en el devenir de la relación. Por ejemplo, con respecto al tiempo,
nosotros somos mucho más que nuestro
presente; somos pasado; y somos mucho más
que nuestro presente y pasado: somos futuro, somos seres abiertos; en
consecuencia, sujetos de posibilidades y sometidos a probabilidades. Somos lo
que creemos que somos, pero somos mucho
más de lo que creemos que somos, y al mismo tiempo, mucho menos; somos mucho más
de lo que hemos sido y mucho menos de
lo que creemos llegar a ser. El mucho más
y mucho menos inciden directamente en la definición del ser y hacen parte
de la constatación de la eterna deriva.[6]
Del mismo
modo que el estar no logra explicar absolutamente el ser, tampoco el ser puede
explicar absolutamente el estar. El yo soy no agota el yo estoy. Mi ser
filósofo no se agota en estar en un determinado lugar, aunque lo explica. El
ser hombre o mujer no puede estar expresado completamente en determinados
estereotipos que hacen el juego a la dominación de genero en sociedades milenariamente
patriarcales. Aquello que se cree ser no sigue las reglas de factibles
conductas sino en el caso de enajenación ideológica. Entonces, el ser desde la
autocrítica y procesos de liberación tiene la posibilidad de llegar a ser algo
muy diferente a los datos iniciales. Por lo tanto, el ser y el estar se
relacionan, pero no se agotan el uno en el otro. Paradójicamente, son
inabarcables al mismo tiempo que se necesitan para fusionarse. Por
consiguiente, la deriva es inevitable en el deseo de conocer y conocerse y al
mismo tiempo es saludable en la búsqueda de las identidades.
Heidegger
piensa que el ser se define en el mundo: El "ser-en-el-mundo",
es un puro Dasein. La mundanidad nos une y nos diferencia. De
hecho, el ser se diferencia desde su nacimiento. Pero nos preguntamos: ¿qué nos
une cuando el lugar nos diferencia? ¿Cómo nos puede diferenciar tanto, el sexo, la etnia, las religiones, el tiempo,
y el espacio? La diferencia es la deriva natural en la que habita en el ser.
La relación
entre el ser y el estar, Heidegger la conceptualiza en dos términos: leben, vida y el dasein, existir en.[7]
El leben es un sentido puro y cae en la indeterminación
absoluta. El dasein determina,
explícita. Decir, "yo vivo"
no significa nada. Si el dasein es lo que da significado al leben, esto quiere decir que la
ontología sólo es relevante en una proto-ontología. Pero lo que determina está
determinando lo indeterminado. La importancia que tiene la determinación es que
ésta sólo se puede efectivizar a partir de la indeterminación; entonces, no hay
leben sin dasein,
ni dasein
sin leben, en otras
palabras, no hay vida sin una forma de vida, y no hay una forma de vida sin
vida. Por tanto, el estar es estar de un ser y el ser sólo puede considerarse,
percibirse y encontrarse por el estar. Así, el referente del estar es el ser
pero en una nueva metafísica que admite su deriva.
El otro no
es el no-ser, como pretendió Parmenides; es la diferencia del ser por el estar
que lo envuelve. Y si es aceptado como no-ser, es el no-ser, profundizado,
aceptado, reconocido. A éste no se arriba por la dialéctica. Hegel le dio
importancia al no-ser, pero dentro del movimiento dialéctico-lógico, lo
desconoce. El no-ser es única mediación en la búsqueda de la universalidad del
ser -Fenomenología del Espíritu- o
del todo absoluto. Por el contrario, Heidegger nos ayuda a aventurarnos en la
definición del no-ser. Él se adentra en la búsqueda a través del Dasein. El ser es un puro existir, es
diferencia total. La búsqueda del no-ser se limita al estar ahí, al Da. El ser ahí significa y es
significado por el el "ser-en-el-mundo".
El mundo es el ahí, lo cual implica que
el mundo es limitado para el yo, pero ilimitado por los otros porque el Dasein es un Mitsein. Así, la deriva es el otro con respecto al yo, tanto en el
yo como en el otro.
El mundo es
percibido como versión o aversión, como utilidad o como inutilidad. Yo acepto
lo que lo que me conviene o rechazo lo que no me conviene, o simplemente soy
indiferente, lo cual sigue siendo una forma de utilidad. En la preferencia o
rechazo individualizó las cosas. La individualidad de los objetos se adquiere
por la forma como yo estoy en el mundo, como yo lo habito y soy habitado por
él. Entonces lo que considero real está enmarcado en la conveniencia o
disconveniencia que sólo se produce en el plano del estar. Por tanto, el
episodio menor es el ser porque el mundo aparece comprendido en el campo del
estar. La deriva del estar es lo más importante para el ser. Las cosas son
porque están; y el objeto es porque está presente. Además, nada puede ser sin
estar; luego el estar es anterior al ser. El estar está de muchas maneras; en
consecuencia, el estar son las múltiples maneras del vivir como significado de
la multiplicidad del ser. Por consiguiente, el estar se coloca las alas de la diferencia desde el comienzo;
así, la diferencia es el principio de los principios.
De esta
manera, el comprender es del orden del estar, piensa Heidegger. Yo comprendo lo
que está a partir del estar y no del ser. Comprender es aprender los modos, es curarse del mundo, es visualizar la
relatividad del mundo –en relación a-.
La comprensión depende del horizonte del estar y no del ser. Sí el comprender
es del orden del estar, ello tiene un doble significado: primero, las cosas que
yo voy comprendiendo, las comprendo metódicamente. Por tanto, la verdad es una
búsqueda incesante. Así, la comprensión en el horizonte del estar es
comprensión del estar siendo. Además, el estar no es un señalar solamente. El
estar es una posibilidad infinita. En conclusión, la cultura que pertenece al
estar varía radicalmente, de ahí la diversidad como forma del ser diferente.
El segundo
significado es que el estar deja de ser posibilidad en el presente, ya que el
estar existe concretizado. Entonces, el ser hombre o mujer, negro, blanco o
mestizo; musulmán, cristiano o ateo, determina un status,
una forma de pensar, de sentir, de decir, de vivir, de ser visto y de
verse, de ser comprendido y de comprenderse. El estar vive esencializado aunque
haya muchas posibilidades. En conclusión, aunque el estar es siempre estar
siendo, el estar existe concretizado, determinado y se determina sin dejar de
ser indeterminado porque la forma como se vive hoy puede que no sea la de
mañana. Yo soy en la medida que estoy, pero mi estar siempre está abierto. La
deriva es también proyecto. El otro es en la medida del estar y en tal medida
va siendo sin inmutabilidad ni invariabilidad. El estar abre la brecha al
hacerse, lo cual le da al ser una movilidad imparable, una dinamicidad
permanente aunque no infinita. En efecto, el ser no puede definirse de una vez
por todas. Somos haciéndonos y nos hacemos porque somos. Ergo, el ser ahí es un
estar siendo, sin dejar de ser porque nadie renuncia al estar sino con la muerte.
En fin,
debemos reconocer que nosotros hemos vivido más bajo el yugo del pensamiento
universalista desde la inmovilidad del ser y por él hemos caído en la negación
de todo nuestro estar, lo cual ha llevado a la negación de la realidad del
otro. El ser civilizado fue presentado como propiedad del ser europeo. Hoy,
debemos reconocer que hay muchas maneras de vivir y que hay muchas maneras que
no dejan vivir. Nuestra forma de vivir no es la única, nuestra forma de ser
felices tampoco lo es, existen muchas formas, existimos de muchas maneras. Por
lo tanto, el yo y el otro viven en su propia peculiaridad, abierta y cerrada,
definida e indecisa, juntos y aislados, en la diferencia y bajo el riesgo de la
indiferencia, en la deriva del estar siendo y sin poder huir de ella. Abocados
a ser sin dogmas porque el estar es tan temporal como el momento de la
escritura misma.
[1] Gilles Lipovesky dice: “C´est á la méme dissolution du Moi qui
oeuvre la nouvelle étique permisive et hédoniste: l´effort n´est plus á la
mode, ce qui est contriante ou discipline austére est dévalorisé au bénéfice du
culte du désir et de son accomplissement inmédiat, tout se passe comme s’ il
s´agissait de porter á son point ultime le diagnostic de Nietzsche sur la
tendance moderne á favoriser la faiblesse de volonté soit l’ anarchie des
impulsions ou tendances et corrélativament, la perte d´un centre de gravité
hiérarchisant le tout: La pluralité et la désagrégation des impulsion, le
manque de systéme entre elles aboutit á une volonté faible…” En L´ERE DU
VIDE, Essais sur l´individualismo contemporain, París: Editions Gallimard,
1983, p-90
[2] Ver Étinne Gilson, L´ETRE ET
L´ESSENCE, París: Librairrie Philosophique J. Vrin, 1994
[3] Kusch Rodolfo, EL
ESTAR SIENDO, como estructura existencial
y como decisión cultural americana. Tomado del libro ANTROPOLOGIA
FILOSÓFICA, Universidad Santo Tomás, Bogotá, 1984, p.58
[4] La elección de un lugar no depende del deseo; el ser se impone sobre los
lugares donde estamos. Un lugar representa la persona, su origen, su destino,
porque un lugar es su significación fundamental. La habitación de los lugares
vive determinada por el ser. De igual manera el tener entra en la definición
pre-determinada porque implica vivir con un cierto estilo. Ser algo implicaría
vivir de una cierta forma, tener ciertos pensamientos, inclinarse por ciertos
gustos. Las explicaciones racistas se suscriben a esta metafísica.
[5] Se cree que sí naces en Europa no sólo tienes asegurada las condiciones de vida
fáciles sino también, se cree, tener la sabiduría, la inteligencia, hasta los
idiomas que aseguran el pensar. Por el contrario, nacer en Africa o en América
Latina, es nacer en la pobreza, en la pereza, en la fiesta, es decir, en nada
trascendental para la historia. De aquí no puede salir nada bueno.
[6] Así,
somos seres indispensablemente culturales, pero mucho más y mucho menos que
seres culturales; somos seres religiosos pero mucho más y mucho menos que seres
religiosos; somos seres económicos pero mucho más y mucho menos que seres
económicos; somos seres biológicos pero mucho más y mucho menos que seres
biológicos.
[7] Martin Heidegger, EL SER Y EL TIEMPO,
México: Fondo de Cultura Económica, 1976
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